Lionne.

Tú...

No eres tu nombre. No eres tu empleo.

No eres la ropa que vistes ni el lugar en el que vives.

No eres tus miedos, ni tus fracasos... ni tu pasado.

Tú... eres esperanza.

Tú eres imaginación.

Eres el poder para cambiar, crear y hacer crecer.

Tú eres un espíritu que nunca morirá.

Y no importa cuántos golpes recibas,

te levantarás otra vez.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Cap 4 - Yo seré tus ojos

Avancé casi corriendo por la ancha avenida, sorteando a los viandantes junto a Sangilak. No llovía, pero el cielo estaba encapotado y no tardaría en diluviar, por lo que apretamos todavía más el paso para llegar cuanto antes a nuestro destino.

Al poco rato nos encontramos en frente de una gran tienda llena de cristaleras y vitrinas que mostraban el contenido de su interior; armas. Había de todo tipo, desde la más pequeña pistola hasta el puñal más grande que podía existir. Con mi lobo tras de mí, traspasé la puerta de hierro y aparecí en el interior de la armería.

Las paredes eran blancas y grises, al igual que el suelo y el techo; mas había tantas armas expuestas encima, que casi no se distinguía el color original de los muros. Junto a la pared situada en frente de la puerta por la que habíamos entrado, había un mostrador de madera; detrás del cual se hallaba sentado un hombre de edad avanzada, con el pelo canoso, la cara plagada de arrugas, y lo más curioso; los ojos cerrados. Era curioso porque no estaba dormido, o al menos eso creí, pues en una mano sostenía una pistola negra, y en otra un paño; por lo visto la estaba limpiando.

Nada más entrar, sonó un pitido por toda la estancia. No fue muy fuerte, pero me quedé alerta, observando a mi alrededor. El dependiente levantó la cabeza y abrió los ojos de un color blanco lechoso, revelando así su rasgo más significativo; era ciego.

—¿Deseas algo? —me preguntó con voz suave. Dejó el arma y el trapo en el mostrador, seguidamente se frotó las manos para calentárselas. En la tienda hacía frío, probablemente no había calefacción.

—Me gustaría munición para esta pistola… —comenté dudosa, tras recuperarme un poco de la sorpresa. Sangilak y yo nos acercamos al hombre y yo le deposité el arma en la mano que él tenía extendida hacia mí. Cerró los ojos unos segundos y manoseó la pistola, un momento después volvió a abrirlos y me la devolvió.

—Muy bien, espera un momento.

Con lentitud, se levantó de la silla en la que se hallaba sentado y me dio la espalda. Vi cómo rebuscaba en un cajón situado en un mueble gris, cómo toqueteaba una a una las cajitas de balas que encontraba. Segundos después me tendió lo que le había pedido. Saqué una de las balas de su embalaje y comprobé que eran las correctas. Realmente el anciano me había impresionado.

—¿Te puedo ofrecer algo más? —me preguntó, esbozando una media sonrisa.

—¿Podría enseñarme algunos cuchillos para lanzar?

—Claro.

Dio un giro de noventa grados hacia su derecha, palpando el borde del mostrador con su mano izquierda. Hecho esto avanzó cuatro pasos contados, alargó el brazo y señaló un conjunto de cuchillos que reposaban sobre una estantería de cristal.

—Si no me equivoco —dijo en tono jocoso—, ahí debería haber algunos cuchillos. Escoge los que quieras y dámelos para que te los cobre.

Observé las armas durante unos segundos, pero finalmente me decanté por unas dagas de hoja plateada y mango dorado, con rubíes incrustados en la empuñadura. Eran seis cuchillos; un buen número. Hice lo que el anciano me pedía y éste me dijo el precio de todo el conjunto que quería comprar. Tras pagarle, me tendió lo negociado. Guardé la pistola, las balas y los cuchillos y me dispuse a irme, cuando el hombre me detuvo.

—Espera un momento. ¿Te importaría decirme quién eres? —me pidió, todavía sonriendo.

—Me llamo… —comencé. No me dejó terminar.

—No, no. Yo no reconozco a las personas por los nombres; sino por las caras.

Al entender lo que quería decirme, me aproximé a él y le tomé de las manos, las cuales conduje a mi rostro. Las yemas de sus dedos recorrieron con suavidad mi barbilla, pasaron a las mejillas y la nariz, y subieron hasta la frente, los ojos y las sienes. Cuando no hubo centímetro de mi cara que no hubiera tocado, apoyó completamente las palmas de las manos sobre mi piel, encerrando mi rostro entre ellas. Hecho esto, ensanchó todavía más la sonrisa.

—SaSale —pronunció, casi en un susurro—. Eres la hija de Serafín y Loira.

—Creí que no juzgaba a las personas por sus nombres —le contradije, un poco para decir algo.

—Simplemente te doy el título que todos te atribuirán… Hilda.

—¿Y quién es usted?

—Azai Ävens —dijo con indeferencia, como si acabara de decirme que el cielo es azul.

—Espere, su nombre me suena —fruncí el ceño, haciendo memoria. Pero por más que pensaba, no lograba recordar de qué conocía a aquel hombre. Nunca antes había conocido a alguien ciego. Eran muy escasos, la mayoría de las veces se curaban.

—No me extraña. Fui compañero de tus padres durante la Revolución Rebelde…

Abrí mucho los ojos.

—¿En serio?

—En serio. De hecho, fui yo el que estableció el código secreto en el grupo.

—¿Código secreto? —fruncí el ceño.

—¡Claro! Los rebeldes teníamos un código secreto, para escribir cosas sin que los demás se enterasen. ¿No lo sabías? —preguntó, borrando la sonrisa de su rostro.

—Lo cierto es que no… —me quedé pensativa un segundo—. Señor Ävens, si yo le trajera una nota escrita en ese código, ¿sabría traducírmela? —pregunté, con el corazón en un puño y la mente en casa, junto al papel que me había entregado el encapuchado en el mausoleo.

—No creo que pueda —sentenció, esbozando una triste sonrisa—. Soy capaz de vivir una vida más o menos normal si nadie me cambia el orden de las cosas donde trabajo y vivo, pero no puedo ver absolutamente nada de ello.

—¿Desde cuando es usted ciego? —inquirí. Había una pequeña posibilidad.

—Desde la Revolución. Perdí la vista cuando derrocamos al presidente.

—Entonces, usted conoce las letras en nuestro idioma, ¿no?

—Exacto.

—Si le leo la nota en voz alta… o si le deletreo lo que pone —especifiqué, dado que tal vez no podía reproducir una pronunciación correcta— ¿me sabría decir qué pone? Yo seré sus ojos.

—Sí —esbozó una pequeña sonrisa—. Lo intentaré.

2 comentarios:

ClaryClaire dijo...

Ohh Dii me encantaa!! Sigue yaaaa

Kirtashalina dijo...

Gracias Claruu :)
Tequiero!